NAUFRAGÓ EN EL ÁRTICO – LA AVENTURA EXTREMA DE UN ARGENTINO
DARIO RAMOS, TRIPULANTE DEL VELERO ANAHITA DE PABLO SAAD EN EL PASAJE NOROESTE
Darío Ramos (58) -junto a su amigo, el capitán Pablo Saad, navegaban por el Paso del Noroeste, al norte de Canadá, cuando el hielo los sorprendió y un témpano abrió un rumbo bajo la línea de flotación de su velero.
Las horas esperando el rescate, el frío extremo y el miedo a morir: “Al infierno me lo imagino de hielo, no de fuego. Fue lo más terrorífico que pasé en mi vida”,
Darío tiene aspecto de navegante y risa socarrona. “Cuando me despedí de mis rescatistas les dejé un dibujito, ¡Era lo único que podía hacer! No tenía nada”, cuenta sobre la obra que cuelga de una de las paredes del rompehielos
Henry Larsen de bandera canadiense. Porque Darío es artista plástico, además de aventurero. Y entrenador de hockey, además de padre de cinco: Ramiro (32), Jimena (28), Juan Francisco (27), Maximiliano (23) y Delfina (17).
Recién ahora, un año y medio después de haber sobrevivido en un iceberg, habla del naufragio que casi le cuesta la vida en el Paso del Noroeste, en el Ártico.
Vive en el paraje Toscas Blancas, a un kilómetro y medio de Junín de los Andes, en Neuquén. Tiene un camping a orillas del río Chimehuin. Y aunque nació y se crió en Carlos Tejedor, provincia de Buenos Aires,
después de estudiar el profesorado de Educación Física se fue a vivir a la Patagonia. Pero, además, cuando era colimba integró la Marina, navegó en el Crucero General Belgrano y se enamoró de la náutica.
En San Martín de los Andes se hizo amigo de Pablo Saad, un mundista –así se denomina a quienes recorren el mundo en velero– que conoce los mares más bravíos del Planeta y le propuso hacer el Paso del Noroeste.
“Empezamos navegando en el Lago Lacar y después pasamos al Mediterráneo”, cuenta sobre las travesías que antecedieron al
mítico Paso del Noroeste. “Antes de lanzarnos, navegamos con mis hijos por los mares de Escocia durante un mes.
Delfina cumplía 15 y así lo quiso celebrar”.
En Inverness los chicos volvieron a la Argentina y Darío y Pablo se prepararon para los tres meses de desafío. “Convertimos el Anahita (la diosa de las tempestades) en un velero transoceánico. Le pusimos peldaños en el palo mayor para
poder mirar a lo lejos. Le hicimos una cobertura de lona para protegernos de las olas. Y le conectamos paneles de energía solar y eólica”, detalla sobre el ovni (porque es de aluminio) que tenía 34 pies de eslora (poco más de 10 metros).
LA INCLEMENCIA DE LOS HIELOS
Zarparon desde la ciudad escocesa a fines de junio del 2018 con otros dos navegantes experimentados: Gustavo Brucki y Sonia Villani. Tardaron 8 días en cruzar a Islandia, sorteando olas de más de 4 metros. De ahí, a Groenlandia, por los canales del sur. Pararon en Aapilatok, una isla perdida. Y en Unartok, una terma que aparece en la serie Vikingos. “El verano de allá es como un invierno patagónico. Sin embargo, no hay oscuridad, sino las famosas ‘noches blancas’ que son como atardeceres eternos”.
Después de ese último y tercer cruce, de Groenlandia a Canadá, amarraron en Pond Inlet, donde durmieron seis horas de corrido, justo antes de iniciar el Paso del Noroeste, dentro del Círculo Polar Ártico. “Es un camino que hace 8 años no existía y que se formó como triste consecuencia del calentamiento global”, apunta Darío y detalla que de 40 veleros dispuestos a
hacer la travesía, solo 4 llegaron a Canadá. Y que, después supo, de esos cuatro solo uno pudo completarlo.
De Pond Inlet tardaron 7 días en llegar a Fort Ross, donde había nada más que un refugio. “Salimos a caminar un rato, a pesar de los osos polares, pero nos llamaron de otros barcos para decirnos que nos apuráramos porque había cada vez más hielo.
Pablo sugirió que nos quedáramos a invernar, pero yo no quería saber nada con instalarnos meses ahí. Así que seguimos”, relata Darío.
Y cuenta que navegaban con cartas de hielo que le mandaba la guardia costera canadiense y con información meteorológica que recibían desde nuestro país. Para comunicarse contaban el Inreach, una especie de handy satelital que permite mandar mensajes de texto y tiene rastreador.
Cuando llegaron a Nuuk, la capital de Groenlandia, Gustavo y Sonia dejaron la travesía que ya se anunciaba más complicada de lo que pensaban. “De a dos fue más difícil hacer la guardia. Pasás noches durmiendo dos horas sí y dos horas no. Después de una semana, se hace muy duro. Porque cuando estás en un cruce en mar abierto, llegás a tener 3.500 metros de
profundidad y no podés anclar en ningún lado. Tenés que avanzar”.
Cansados pero felices, amarraron en un iceberg. Comieron una buena cena y empezaron la guardia nocturna. “Tal vez nuestro error fue hacerlas demasiado largas. Yo la estaba haciendo cuando cambió la corriente.
Las mareas se pusieron rápidas e impredecibles y no supe leer la situación”, revela sobre esas tres horas en las que el velero avanzaba amarrado al iceberg y entró al estrecho de Bellot. Fue a la una de la mañana del 28 de agosto.
–¿Ahí te diste cuenta de que la cosa estaba complicada?
–Tocaba el cambio de guardia y fui a despertar a Pablo cuando me asomé por el ojo de buey y vi venir un iceberg gigante a gran velocidad. Una cosa son los “hielo pesado”, como al que estábamos anclados, que es bajito, y otra cosa era lo que venía hacia nosotros. Pegué un grito y justo nos apretó, como si el barco fuera una lata de Coca-Cola. Es el mismo sonido que hace en Titanic, la película.
–¿Empezó a entrar agua?
–Sí. Y nosotros seguimos el protocolo: manoteamos la riñonera con nuestros documentos, nos abrigamos y tratamos de sacar agua, pero no podíamos usar la bomba de achique. Mandamos una señal de emergencia y tuvimos respuesta de los barcos cercanos. Después de 15 minutos bajamos al iceberg con los salvavidas, la lancha, el Inreach y las bengalas. El barco se estaba escorando mucho… Traté de agarrar algo de comida pero las latas se me cayeron al mar y el agua me llegaba a la rodilla. Alcancé a sacar algunos bidones de agua.
–¿Se hundió?
–Tratamos de salvarlo, pero fue imposible. Es dramático ver cómo se va a pique en menos de un segundo. Aguantó durante una hora… Uno le tiene mucho cariño. Es tu casa, tu auto, tu todo…
De todas maneras, la guardia costera canadiense que patrullaba la zona, nos había dicho que venían a rescatar personas, no cosas materiales. Así que se fue con nuestras computadoras y con todo. Pero por suerte no estábamos lastimados.
–Entonces era solo cuestión de esperar al rompehielos…
–Sí, pero hay momentos en los que la corriente transforma todo en un caos. Si me preguntás cómo es el infierno, me lo imagino de hielo, no de fuego. Navegábamos arriba del iceberg con la marea, entre los bloques y el hielo volaba a nuestro alrededor. Nos golpeaba. Era como estar en una montaña rusa. Fue lo más terrorífico que pasé en toda mi vida. Además, tres veces intentaron rescatarnos otros barcos. Los veíamos a menos de veinte metros, pero no podían avanzar por el hielo.
–¿Cuanto faltaba para que llegara? –Calculaban rescatarnos a las 4 de la tarde. Lo único que nos preguntaban era si estábamos armados y si veíamos osos polares…
Había que esperar. Así que pasamos toda la noche caminando para mantener la temperatura y cuando llegó la mañana y pegó el sol, fue súper placentero.
–Podían sentirse felices por un rato…
–No duró mucho. En ese momento vi el primer oso polar a 15 metros, sobre otro iceberg y llamé a Pablo a los gritos.
¿Sabías que es el único depredador del hombre? Mata para comer. El león no te hace nada si no lo molestas. El oso polar tiene hambre. Corre y nada rapidísimo. Y si bien está en vías de extinción, el Polo Norte es tan chiquito que los ves cada tanto.
–¿Ustedes estaban armados?
–No. Casi compramos un fusil ruso en Groenlandia, pero de puro hippies no lo llevamos. La indicación para ir al Ártico es hacerlo armado. Lo único que teníamos era un folleto en francés que explicaba cómo reaccionar, pero no lo entendíamos del todo. Decía que al oso hay que enfrentarlo. Entonces yo levantaba los brazos con los remos y me hacía el grande. Mientras que Pablo patrullaba el iceberg para marcar territorio. Esa era nuestra estrategia. Logramos espantarlo, pero justo después de que se fue, vino una niebla espesa y me quebré. No se veía nada. Ahora sí que tenía todas las de ganar, si volvía.
–¡Decime que no volvió!
–No sé si fue ese mismo u otro, pero apareció por otro lateral. Repetimos la estrategia, pero además armamos un fuerte, tipo barricada, con lo poco que teníamos arriba del iceberg. Paramos un bote. Hacíamos ruidos para confundirlo. Y yo decidí que si llegaba a nosotros, iba a dejar que me limpie de una. No quería ver como me comía una pierna.
–¿Cuánto faltaba para que llegara el rescate?
–Todavía 3 o 4 horas… Pero con el primer oso, nosotros le habíamos avisado a la guardia costera. Y con el segundo, desde el rompehielos nos dijeron: “Los vamos a buscar en helicóptero”. Llegaron al rato y nos encontraron gracias a las bengalas. Si no, hubiera sido imposible.
Lo posaron con maestría, haciendo equilibrio y subimos con lo puesto. Nos convidaron unos muffins deliciosos y a la media hora ya estábamos en el rompehielos. Me tiré a dormir unas horas y después me llamaron para ver en vivo, desde una cámara especial, cómo se rompía el iceberg y nuestras cosas saltaban por los aires. Fue impactante. Pablo y yo recién pudimos hablar de lo que había pasado al día siguiente. Hasta ese momento solo nos decíamos lo básico para sobrevivir. Es que todo pendía de un hilo, no podíamos ponernos a debatir culpas.
–¿Cómo hicieron para volver a sus casas?
–Toda una odisea. El rompehielos nos dejó en la bahía Resolute, más cerca del Polo Norte, después de dos noches. Nos bajó en helicóptero. Dormimos en una especie de container que era hotel 5 estrellas. Lo que había.
Los precios eran desorbitantes. Habíamos pagado un seguro caro, pero cubría la nave y no el rescate. Yo estaba muy preocupado. Mis amigos armaron una red para traerme. No tuve que usar la plata, pero sí su contención. Me salvaron la cabeza. Pablo se subió a un barco que se ofreció a llevarnos a tierra firme, pero para mí era demasiado largo, quería ver a mis hijos, así que me quedé con la ilusión de salir de ahí en avioneta.
–Era solo cuestión de desembolsar lo que quedaba en la tarjeta de crédito…
–Sí, pero ni la mía ni las de mis hijos permitían comprar un pasaje de 3.500 dólares canadienses…
Realmente no sabía qué hacer… cuando estaba tomando el desayuno apareció un hindú, le cuento mi historia y sin conocerme me ofrece su tarjeta de crédito. Me consigue un vuelo a Ottawa mucho más barato que los que yo había visto y me dice que le pague al llegar a casa. Le agradecí y después de mucho insistirle me aceptó el dinero en efectivo.
Así logré volver a casa después de tomar 6 aviones y 3 colectivos, tras 12 noches de pesadillas y horas en vela.
–¿Qué aprendiste?
–Que uno no tiene nada más que la vida, los afectos y la de la gente que te salva en el camino. Los ángeles que me fui cruzando en el rescate: la médica de la guardia costera canadiense, los amigos de la red de contención, el tipo que me prestó la tarjeta de crédito, una amiga que me recibió en Montreal…
Cuando yo no daba más, alguien me dio una caricia o me puso una mano en el hombro. Al fin y al cabo, tenemos muy poco. Y eso es lo que cuenta.
Por Por Ana van Gelderen – Infobae
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