Cuentos por Navengantes

Los Torreros

Santiago

Ocurrió una tarde, de esas en que hace mucho frío y mi mujer, con la persuasión que suelen tener las mujeres, cuando quieren persuadir, no me dejó ir al barco. Un poco por no discutir pero principalmente porque hacía frío de verdad y uno no es un pende, me quedé dando vueltas por la casa , recordando que antes no tenía frío…cuando era joven y no había tiempo que a uno lo ataje.

De pronto, como personificando la figura del frío, sin saber porque, vino a mi mente la figura de un Faro, en una isla solitaria donde el viento helado se hacía sentir en invierno.. El faro era el Isla Leones que tomó su nombre por la isla homónima. Está ubicado actualmente, aunque deshabitado y fuera de servicio, en la provincia de Chubut, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros por tierra al sur de la localidad de Camarones y sobre el océano Atlántico.

Durante los años 1960 y 1961, casi todos los jueves un Jeep Ika, doble tracción o un viejo Chevrolet Canadiense, también conocido como “guerrero”, ambos perteneciente al Servicio de Hidrografía Naval, recorrían el camino entre Camarones y el Faro previo paso por la estancia “La Península” donde se compraban capones vivos los cuales se maneaban para el transporte, separándolos lo más posible del resto de los víveres, sacos de correspondencia y las blancas bolsas de harina que ahora estaban repletas de las grandes y unidas galletas de campo que luego harían la delicia del personal de guardia del Faro. Justo en la estancia, para los Torreros (así es su correcta denominación y “no” “fareros”), terminaba “la civilización” ya que desde allí empezaba un tortuoso camino de huella, de piedra viva, que hacía tambalear al aguerrido Jeep o saltar de las manos el volante, de aro de madera , del conductor del lento Canadiense.

Este con su motor dentro de la cabina despedía, en invierno, un apetecible calor de sus “fierros” calientes, a pesar de sus puertas mitad chapa mitad lona y su agujero en el techo, tapado también con lona para una supuesta ametralladora.

Según la necesidad, los jueves, uno u otro vehículo desandaba la distancia entre los galpones del continente, frente a la Isla Leones, y el pueblo de Camarones. La puntualidad autoimpuesta por los Torreros y su Jefe para estar ese día en Camarones tenía una razón.

Los jueves pasaba “la Galera”, apodo que los lugareños daban al pequeño colectivo desvencijado, por el camino de ripio, que partiendo desde Trelew o Rawson traía y llevaba la correspondencia de Camarones. También solía transportar algún que otro pasajero que se apeaba en las imaginarias tranqueras que daban inicio a los campos. Sabido es que en esa época, las noticias por cartas se esperaban como la lluvia en la seca.

Este pintoresco medio de transporte impactaba al verlo por primera vez, un “antifaz de alambre” hacía las veces de protector de su parabrisas partido al medio (no enterizo) con una pequeña puertita al medio, también de alambre, que el conductor accionaba a voluntad por medio de un hilo. También un portaequipaje grandote cubría todo el techo donde se colocaban los bultos tapados con lona. En la parte posterior una escalerita unía el paragolpe con dicho portaequipaje.

Un jueves de esos, “La Galera” trajo a un muchachito de unos quince años, más o menos, que venía a pasar unos días con su padre, que casualmente era el Jefe de los Torreros del Faro Isla Leones..

Bajó con una panzuda valija de cartón color marrón, que no desparramó su contenido porque su madre tuvo la precaución de asegurarla con un cinto también marrón. Aunque…a esa altura tenían tanto polvo la valija como el muchacho que para nada podía decirse que era la misma persona y maleta que cuando partieron.

Después de las mutuas y efusivas muestras de cariño y alegría por el reencuentro y de haberse anoticiado el Jefe, de las novedades del resto de la familia que había quedado en Bahía Blanca emprendieron el viaje hacia el Faro. El muchacho, al principio, se acomodó en un banquito de madera entre la butaca forrada en lona del conductor y la del acompañante que ocupaba el Jefe, en la cabina del Canadiense.

Desde su posición podía ver con nitidez las incontables veces que la mano experta del conductor movía la palanca de cambios alta o las otras dos bajitas que conectaban la doble tracción. Como estaba justo detrás del motor el ruido era ensordecedor, pero lo más difícil era soportar el olor a nafta que despedía la máquina y previendo que podía llegar descomponerse pidió a su padre viajar en la caja del camión.

Se acomodó entre víveres, tanques con combustibles, bolsas de maíz para las gallinas y sacos de correspondencias. Más tarde conoció a sus otros compañeros de viaje, los capones maneados que levantaron en “La Península”.

La estancia estaba enclavada en un cañadón, con estribaciones que asemejaban a pequeñas sierras Allí entregaron parte de la correspondencia y los encargues efectuados a la ida, entre los que se encontraban algunos remedios. Estuvieron como una hora en ese lugar y mientras su padre y el chofer tomaban unos mates con el encargado, un señor de apellido Elgorriaga, un vasco tan grande como bueno, a él le sirvieron un mate cocido con leche que le pareció delicioso. Con los “lanudos” a bordo continuaron viaje, si bien hacía frío, era soportable, pero igual se puso la gorra de lana que le tejiera su madre.

Como bien dice el refrán ,“en el camino se acomodan las cargas” y así ocurrió, después de unos cuantos “banquinazos” y de vadear pequeños hilos de agua, llegaron a La Garganta del Diablo, lugar de difícil transitabilidad donde el chico parecía no dar crédito a la majestuosidad del agreste paisaje .Casi al anochecer y después de unas cinco horas de viaje en total, llegaron a los galpones frente a la Isla. Alli divisó la figura del Faro en lo más alto de la Isla Leones.

Al principio sintió una especie de desilusión porque ese Faro no era como los otros que conocía, esbeltos, erguidos, imponente con sus franjas característica. Este era mas bien …….“petizón”..medio”rechoncho”…pero tenía la particularidad de estar en una isla de verdad (como la de los piratas que había leído), enseguida pensó que desde allí arriba la vista sería fabulosa y eso lo incentivó. Se dirigió luego a los galpones, en uno de ellos que hacía las veces de garage, se guardaban el Jeep y el Canadiense, allí también soltaron los capones, otro galpón, más alejado, hacía las veces de pañol de combustible y otra construcción, de unos siete metros por cinco, también apartada hacía de dormitorio, con camas “patrias” superpuestas , todas de hierro con elástico de flejes y resorte.

Una pila de frazadas, verde oliva, con un ancla grandota pintada en el medio estaban prolijamente dobladas, Una cocina “económica” Histilart, modificada para que queme fuel-oil o la poca leña existente servía tanto para calefaccionar o cocinar según la ocasión. Las construcciones descr1ptas estaban hechas con chapas acanaladas, tanto techos como paredes y aseguradas con clavos con cabeza de plomo. En invierno sin llover afuera, la pieza goteaba por la condensación. Todo pintado de un verde militar.

Pero allí empezaba la última y más emocionante parte de la aventura, ya que para llegar a la Isla había que cruzar unos dos mil o tres mil metros de un canal que, quizás por el accidente geográfico, formaba una corriente considerable para un lado o para otro según subiera o bajara la marea. No había puerto artificial de ninguna clase, eran dos caletas naturales enfrentadas, una la del continente y otra la de la Isla.

Las comunicaciones entre los Torreros del Faro y los del continente eran unicamente visuales, de día se izaban banderas para comunicar que se esperaría a que amaine el mal tiempo para realizar el cruce y de noche mediante el encendido de fuegos que solían ser cueros de ovejas embebidos en combustible.

El Faro tenía radio pero para comunicarse con los barcos o Puerto Belgrano, no estaba muy difundido el uso del handie. El Jefe, el conductor, y el muchachito pernoctarían en la casilla del continente cenando a la luz de un curtido “Petromax”. Antes de dormir y al momento de cambiar “el agua a las aceitunas”, el muchacho quedó sin aliento al descubrir un cielo límpido, inundado de estrellas con una luminosidad que nunca había visto, el viento frío le daba en la cara pero parecía no sentirlo.

Así estuvo un rato hasta que escuchó algo parecido a una tos..pensó que sería su padre o el Torrero conductor, que estaban en la casilla, al rato volvió a oir la misma tos pero esta vez provenía de otra dirección.

Alli se terminó el encantamiento, las estrellas y toda la majestuosidad del cielo, rápido de reflejos fue a la casilla y dijo a su padre, ..”escuché toser a alguien parece que hay gente”…- el muchacho. vio inmediatamente la sonrisa mal disimulada del Torrero conductor, dándose cuenta que aquel había descubierto su “cagaso”.

El Jefe, en rol de auténtico padre le dijo..

”no hijo, ese sonido lo hacen los lobos marinos para comunicarse, aquí hay muchos, veni … trae la linterna, vamos a verlos…

Efectivamente había dos grandes lobos marinos separados unos veinte metros uno del otro. Lo que nunca supo el muchacho, es si su padre advirtió el susto que había pasado y quiso tranquilizarlo o simplemente quería que conociera un lobo marino. Nunca se lo preguntó.

Con el correr de los años supuso que era la primera opción la válida. Esa noche durmió tranquilo y a “pata suelta”. Al otro día, temprano, unas voces lo despertaron, reconoce la del Jefe, su padre, pero también escuchaba la de varios más que reían y hasta lanzaban un “sapucay” de alegría, se vistió rápido y salió, observando a un grupo de Torreros que habían cruzado desde el Faro y que la algarabía se debía cuando recibían las ansiadas cartas que el Jefe les iba entregando.

Después de las presentaciones su padre le dijo..»desayuná con un pedazo de galleta que tenemos que cruzar rápido aprovechando que el mar está planchado… tenemos que ganarle al cambio de marea»….

En contados minutos estaba todo a bordo de una falúa de madera de unos siete metros de eslora varada en la playa de canto rodado, construcción tipo tingladillo con remaches de cobre, color gris con tres remos por banda colocados en sus toletes pero descansando sobre la borda. Otra vez se acomodó el muchacho entre víveres y capones maneados, le dijeron que vaya a proa y se acurrucara para evitar el frío y las salpicaduras .¡¡Vinimos con la falúa porque la Penta (lancha), no arrancó,!!.. escuchó decir a uno de los Torreros que empujaban la falúa con el agua hasta la cintura junto con el Jefe.

Luego de sortear la primera ola escucha la voz de su padre que dice “abordar” y como resortes saltaron al interior del bote los que estaban en el agua ocupando cada cual su puesto sin fijarse que chorreaban agua.

¡ Ahora a afirmarse para cruzar la rompiente,!… decía el Jefe aferrado a la caña del timón,

“vamos…¡hop!.¡.vamos que ya la tenemos!”… ¡

“no aflojen ahora”!…. ¡

“vamos que somos de Leones”! ….

¡”ésta es mi gente”!….¡

“ya cruzamos la rompiente…despacio ahora , remadas largas”!…¡

”no ahogue el remo fulano”!… .esas .y otras palabras que el muchacho no entendía y que se repitieron durante todo el cruce le pareció un código, entre el Jefe y su personal.

A veces por el esfuerzo que realizaban los remeros se levantaban de sus bancadas llegando a transpirar a pesar del frío reinante. Miraba asombrado a su padre, nunca lo había visto conducir a un grupo de gente y menos de esa forma. Lo había visto trabajar en Puerto Belgrano, en Balizamiento, donde todo era más formal y reglamentario.

Lo embargaba la emoción cuando se dio cuenta estaban en el medio del canal, reparando en el color turquesa de las aguas donde su transparencia dejaba ver los peces que escapaban del ataque de los pingüinos .

Unas toninas se asomaban y sumergían a relativa distancia de la falúa, hasta que observó algo que no podía identificar si era tonina o delfín traía rumbo de colisión con el través del bote.

Un Torrero con ánimo gracioso decía..”dos zambullidas más y se mete en la falúa”..grande fue la sorpresa del muchacho cuando después de la última zambullida, observa que una gran mancha negra pasa por debajo del bote y aflora del otro lado prosiguiendo su navegación como si tal cosa.

”Casi…casi…” decían algunos .entre sonrisas

¡“No me asusten al pibe”!..decía el Jefe.

La vista de la Isla y del Faro era majestuosa, lentamente la falúa encaró la caleta de la Isla y ya con aguas mansas maniobraron hasta colocarla entre dos hierros que emergían del agua, coincidiendo la crujía del bote con una línea férrea de trocha angosta que se adentraba en el mar.

Como si existiera una orden implícita, los que estaban cubiertos con gorritos se descubrieron , el Jefe se quitó su gorra de Suboficial, miraron hacia la imagen de la virgen Stella Maris que estaba enclavada en una roca e hicieron la señal de la cruz .

El muchacho se quito su gorra y los imitó. Ya se sentía un Torrero más.

Luego se enteró que ese ritual lo hacían siempre antes y después de cruzar para encomendarse de ida y para agradecer de regreso.

Allí los esperaba uno de los dos Torreros que habían quedado de guardia y un morrudo caballo de pelaje negro y abundante al que escuchó llamar Pampero.

Todos, menos el muchacho, saltaron del bote y mojándose nuevamente lo aseguraron a los hierros entre los cuales estaba. Luego los Torreros y el Jefe caminaron unos cincuenta metros entre la vía y comenzaron a girar, a mano, un cabrestante al que le colocaron unos palos que asemejaban los rayos de una rueda de carro pero que en definitiva harían más fácil la maniobra.

Un gran carretel envolvía el cable de acero que bajaba hasta el bote y tiraba de una zorra que estaba debajo.

A cada vuelta del cabrestante zorra y falúa se alejaban del agua adentrándose en la isla.

Ya con el bote seguro en tierra comenzó la tarea de descargarlo y transportar todo hasta la cima ..hasta el Faro de la Isla Leones…..

Pero esa es otra historia….tan cierta como ésta …y tan cierta como que el Jefe fue mi padre….y el muchacho era yo. 
Santiago

Cabo de hornos y ventisqueros

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